Cuando
los que luchan contra la injusticia están vencidos,
no por eso tiene razón la injusticia.
Nuestras derrotas lo
único que demuestran
es que somos pocos
los que luchamos contra la infamia.
Y de los espectadores, esperamos
que al menos se
sientan avergonzados.
Bertolt Brecht, Nuestras derrotas no demuestran nada.
Primeras imágenes
Hay recuerdos que aparecen como imágenes congeladas,
mientras que otros son partes de escenas en movimiento. Puedo imaginar mi
trabajo de historiador de ese modo, como la construcción de una historia
encarnada en imágenes sueltas y solo aparentemente inconexas, con un guión que,
establecido en líneas muy generales, a veces da saltos conceptuales y
argumentales en función de una trama que sólo se va revelando por completo a
medida que el film se desenvuelve. Son fotogramas de un documental que
tanto registra mi trabajo como las vidas de las personas que investigo. A veces
en blanco y negro, otras en color; en ocasiones con la calidad del cine, pero
otras veces con la precariedad de un video Super 8 casero.
La investigación histórica es entonces tanto la
narración del suceso estudiado y explicado como el descubrimiento de un lugar
en el mundo. Como en el cine, enfoques y aumentos tienen que ver directamente
con la obra.
En una de esas fotos, Ana Rivas me escribe un correo
electrónico en el que me dice que cuando tenga un hijo le va a poner mi nombre,
Federico. Ana tiene más o menos mi edad. La conocí por mi trabajo como
historiador, investigando sobre el pasado reciente argentino. Así, supe que el
12 de junio de 1976 la dictadura militar argentina secuestró a su papá, Hugo
Rivas, militante sindical y trabajador en los astilleros Astarsa, en la zona de
Tigre. Desde entonces, él permanece desaparecido. Mi libro sobre la historia de
su padre y otros militantes está dedicado a ella.
Ana dice que su futuro hijo, cuando lo tenga,
llevará mi nombre porque "conmigo siente como si me conociera de toda la
vida". Sin embargo, nos conocemos hace exactamente dos años. Carlos
Morelli fue compañero del papá de Ana. A él lo conozco desde el año 2003, y
rápidamente pasó a ser Carlito, el nombre con el que lo conocieron los
otros obreros durante su militancia. Fue uno de mis entrevistados más
importantes cuando estaba haciendo la investigación sobre el activismo sindical
de los obreros navales. Durante muchos fines de semana lo visité regularmente
en San Fernando, donde vive, para caminar por las calles que él recorría rumbo
al trabajo, para conocer los lugares donde se reunía con sus amigos y
compañeros, como otra de las estrategias de investigación para reconocer los
espacios donde habían transcurrido sus luchas, sus victorias y sus derrotas.
Tengo esta imagen: uno de esos días caminamos hasta
mi auto para despedirnos, pateando las hojas amontonadas por el otoño. Carlito
trae un paquete bajo el brazo, una bolsa de supermercado. Meto las llaves en la
cerradura de la puerta, y entonces me dice, con la solemnidad que tiene a
veces:
-¿Sabés, Fede?
¿Pensaste qué somos nosotros?
Yo todavía tenía en
la cabeza la entrevista que habíamos hecho esa mañana.
-Qué sé yo. Yo te
quiero mucho.
-Podríamos ser amigos -continúa sin escucharme, como
cuando quiere contar todo de un tirón-, pero no lo somos. Por mi edad, yo
podría ser tu padre y vos mi hijo; pero tampoco.
Toma aire y lo
larga:
-Pero de lo que no
me cabe duda es que sos un compañero.
Lo miro,
sorprendido, mientras saca lo que trae dentro de la bolsa.
-Esto es para vos.
Esa tarde Carlito me dio sus zapatos, los que había
usado como trabajador naval hasta el momento en que se los sacó por última vez
el día que dejó el astillero, luego de que en una reunión le advirtieron de la
amenaza del Golpe. Desde ese día, en el verano de 1976, nunca había vuelto al
astillero.
Si yo, como historiador, no hubiera elegido estudiar
la historia de un grupo de militantes sindicales de la industria naval, no
habría conocido ni a Ana ni a Carlito. Ni ella habría pensado en mi nombre para
su hijo, ni Carlos en un depositario para su legado encarnado en unos zapatos.
Pero al mismo tiempo, yo tampoco habría podido
concebir la escritura de la historia como lo hice después de conocerlos, a
ellos y a otros hombres y mujeres atravesados por esa experiencia. La escritura
de la historia puede ser a veces, como en mi caso, la inclusión del
investigador en la propia trama de sucesos del pasado que analiza, vuelto
presente como una forma, fundamentalmente, de construcción de futuros soñados,
construidos, luchados, y no solamente recordados. Miradas sobre el pasado como
una posibilidad de imaginar otro horizonte social, encarnado en recuerdos,
apoyado en las cenizas de los proyectos derrotados. No una aproximación
nostálgica, sino un aporte a una acumulación social en el proceso de liberación
de los pueblos. De ser posible este ejercicio, la escritura de la historia se
emparenta con la utopía en sí: el historiador no registra la tarea
emancipatoria en tanto pasado sino que su trabajo, su escritura del pasado, es
parte de ella como presente.
Castigos y cortes
La dictadura militar argentina (1976-1983) atacó, en
su proyecto de reestructuración social y económica, distintas dimensiones de
vínculos sociales: desde barriales, políticos, familiares hasta afectivos, como
los que hoy unen a Ana y a Carlos conmigo. El sistema terrorista estatal buscó
no solo arrasar las organizaciones políticas y sociales, sino las costumbres,
los espacios y los afectos que le daban asidero en la experiencia de las
distintas clases y, entre otras cosas, convertían experiencias políticas
concretas en momentos, en etapas de más largas tradiciones de lucha en el campo
político y cultural argentino.
El secuestro, la tortura y asesinato de las víctimas
de la dictadura, así como el posterior ocultamiento de sus despojos mediante el
sistema de la desaparición, no solamente buscaron el aplastamiento de
diferentes formas de organización social, sino la construcción de duraderos
mecanismos de autorepresión apoyados en el miedo, la incertidumbre y la culpa.
Si bien la represión tuvo un carácter selectivo, esto no impidió (de hecho, por
sus formas, impulsó) la instalación de la extendida idea de que una posibilidad
cierta de "castigo" derivaba del grado de cercanía que un individuo
tenía con el círculo de afectos o relaciones sociales de las víctimas, de una
latencia de la amenaza que funcionó eficazmente en espacios pequeños como una
fábrica, un barrio o una familia.
De allí que el aislamiento de los afectados fue
también, en muchos casos, otro de los efectos que la represión logró. En el
largo plazo, este disciplinamiento consolidó actitudes individualistas y
egoístas que aún hoy traban diferentes esfuerzos de construcción colectiva. Un
secuestro y un asesinato, crímenes políticos que eran casos individuales de un
proceso extensivo y estructural de disciplinamiento social, se transformaron, a
través de silencios y distanciamientos como los descriptos, en episodios
aparentemente "individuales", que marcaron para siempre una historia
personal y familiar. La represión, si no a todos, confinó a miles a vivir entre
cuatro paredes su dolor, su pérdida y su derrota. En muchos casos redujo
derrotas políticas colectivas a heridas individuales.
La dictadura militar atacó con fuerza y eficacia
distintas tramas de la vida social: la experiencia de organización sindical, la
vida comunitaria, las amistades, los afectos, los lazos familiares, culturales
y artísticos. Desmovilizar mediante el miedo, aniquilar por medio de la
matanza, disciplinar mediante el aislamiento fueron los objetivos estructurales
de la represión ilegal, como una forma de consolidar las bases de los modelos
sociales en los que vivimos hoy. La "caída del mapa" de los excluidos
por el sistema, los "residuos" humanos, seres desechables de los que
habla Bauman (2005: 24 y ss.), fue precedida en la Argentina por la exclusión
de los desaparecidos del presente social a costa de sus vidas, y de sus
familiares del espacio público. Buena parte de la historia argentina reciente
estuvo y está teñida por los esfuerzos de estos por hacerse ver, y por lograr
tanto un espacio para la memoria de sus seres queridos como el castigo de los
culpables, al punto de que hoy parecen inescindibles uno del otro.
Pero en el plano más general de las relaciones sociales,
diferentes articulaciones y tejidos humanos y políticos, diversos lazos de
solidaridad y afecto, así como lealtades políticas y culturales, se vieron
atacados y afectados en una forma tan virulenta y radical que a veces llevan a
pensar que efectivamente no hay nexos entre quienes sostienen este tipo de
identidades, que son solo islas en un mar de incertidumbre. En esta concepción,
los seres humanos son meros sobrevivientes, maderos a la deriva, despojos
arrastrados por las aguas de la inundación.
Los zapatos de Garlito
Me aproximé al
estudio de la historia de los trabajadores navales de Tigre como una forma de
analizar en escala micro la radicalización política de los trabajadores en los
años setenta y la represión descargada sobre ellos. El objetivo principal
era estudiar la perspectiva particular de la experiencia obrera que, a mi
juicio, estaba muy poco representada en los relatos públicos sobre la
militancia de los años setenta y el terrorismo de Estado en la Argentina.
La historia que
decidí estudiar se prestaba especialmente para ver tanto el grado de desarrollo
alcanzado por los militantes de una agrupación combativa como los efectos de
la represión a escala del establecimiento industrial y del barrio. Se trataba
de un grupo de obreros jóvenes que disputaron la conducción interna de su
sindicato en algunos astilleros de la zona norte del conurbano bonaerense, y
que protagonizaron una toma de planta exitosa en mayo de 1973, para convertirse
luego en un referente para los trabajadores más combativos de la zona. Como
integrantes de la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), fueron uno de los
frentes de masas de la guerrilla montonera, y como consecuencia, por su peso
simbólico y el grado de organización alcanzada, fueron duramente reprimidos
(Lorenz, 2007).
Durante varios
años realicé trabajo de campo en la zona, entrevistando a los sobrevivientes de
la agrupación sindical que habían constituido, inicialmente para la
conformación de una colección de testimonios sobre la experiencia obrera de la
represión. Pero a medida que la
investigación avanzaba, surgió, la necesidad, en lo que a mí respecta,
de plasmar en un libro la historia que iba armando mientras la descubría, y la demanda,
por parte de mis entrevistados, de que su confianza en el historiador y su
apertura para confiar su testimonio fueran devueltas a través del registro de
sus vidas en un formato que ellos reconocían como legítimo: la producción de un
"intelectual".
El resultado fue
que, en paralelo a la reunión de testimonios primero y a la recolección de
materiales después, articulé como historiador una relación profunda con los
actores del proceso que estaba investigando. En un proceso que no analicé como
tal entonces, pero que conscientemente noté después, las preguntas del
investigador avanzaban en el sentido contrario del que habían tomado las
medidas represivas de la dictadura militar. Los interrogantes históricos
creaban lazos, las preguntas sobre los muertos, treinta años después, reunían a
los vivos.
Finalmente, en
2007 logré un equilibrio entre ambas necesidades: publiqué Los zapatos de
Garlito (Lorenz, 2007). El título, que evoca la anécdota que abre este
texto, apunta a la idea de que el libro es tanto la historia de una experiencia
sindical como una reflexión sobre los pequeños procesos sociales que generan
nuestras investigaciones y, a la inversa, las tormentas conceptuales e
ideológicas que nuestras investigaciones desatan en el calmo mar de nuestro
refugio disciplinar.
Dediqué el libro a
la memoria de los obreros desaparecidos de los astilleros, y especialmente a
Carlito y a Ana. El día de la presentación, estaban reunidos en un centro
cultural de la zona norte sobrevivientes, sus familias, hijos de desaparecidos,
militantes, uno de los dirigentes de la CTA (Central de los Trabajadores
Argentinos) y este historiador. ¿Se trataba de personas aisladas, solo
convocadas por un evento cultural que las tocaba individualmente, o hilos
sueltos de un tejido más denso que la dictadura no había logrado deshacer por
completo? Y si eran hilos de un tejido, ¿qué lugar tenía la obra de un
historiador en esa trama?
Redes
Sucede que la materialización de esa historia de la
Agrupación Naval de los trabajadores de Tigre fue posible, en buena parte,
precisamente por la articulación de vínculos afectivos con los protagonistas
sobrevivientes, con un gradual involucramiento del historiador en las vidas de
sus fuentes vivas, y en un proceso que también se dio a la inversa.
¿Dónde están entonces los límites entre la intervención historiadora y las relaciones
afectivas? ¿Dónde entre la intervención política y la investigación? ¿De qué
modo el trabajo del historiador participa en la reconstrucción de redes
sociales hachadas por la represión, cortadas por resentimientos barriales
añejos en décadas?
Surge una primera respuesta operativa consistente en
transformar esas tensiones en espacios fructíferos para la revisión de la
frontera disciplinar. Una forma de aproximarse -una vez más- a la antigua
pregunta acerca del contenido y las consecuencias políticas del trabajo de los
historiadores.
Evidentemente, una vez producido el trabajo del
historiador, sus fuentes -mujeres y hombres vivos- se apropian de él de
diferentes modos. De hecho, lo hacen durante el proceso de elaboración del
mismo. Pero con la salvedad, para la historia reciente, de que no se trata
solamente de la intervención en el relato público, en las memorias, por
ejemplo, sobre la guerra de Independencia del siglo XIX, sino de construcciones
de verdades y legitimaciones que tienen consecuencias para personas vivas, que
orientan sus memorias en función de luchas en el presente.
Como lo mismo le sucede al historiador, la reflexión
sobre estas cuestiones pasa a ser otra aproximación a la discusión en torno a
las formas que adopta la Historia en su interpretación y narrativa, ya que las
polémicas sobre las formas y las fuentes son, en definitiva, disputas acerca de
la legitimidad para hablar acerca del pasado, que es una lucha política.
Al respecto, recientes cuestionamientos al uso de
los testimonios denuncian lo que parecería ser una saturación del género en el
campo del pasado reciente argentino. Sin embargo, el trabajo con ex obreros
navales y sus familias me lleva a cuestionar esta idea. Es posible admitir que
existe una saturación de testimonios y experiencias, pero esta tiene una fuerte
marca de clase, aquella surgida de la experiencia de los sectores medios en
torno a esos años de lucha y represión, y por extensión en memorias de formas
concretas de organización política de aquellos años. Cuando se achica la lente,
o se toman otros actores, como los trabajadores, esta supuesta saturación muta
en ausencia, omisión o explícita voluntad de omisión. De este modo, la pregunta
inicial por la relevancia política del trabajo de los historiadores, los límites
entre "lo político" y "lo científico" cobra renovada
importancia. La tarea de investigación puede cumplir, entonces, funciones de
denuncia e instalación.
Pero el historiador no "da voz a los que no la
tienen" ni hace de ventrílocuo. Interpreta, traduce. Y en ese proceso, no
son los mismos quienes hablan ni quien los somete a la crítica histórica con
sus preguntas y sus escritos. Surge la posibilidad, en consecuencia, de pensar
estos cambios e intercambios como pasos para la construcción de una voz histórica,
y de una forma de narrar el pasado, particular a una clase o grupo, que
comparte los criterios de validación de la disciplina, pero que no se subordina
completamente a ellos, ya que la legitimidad más importante no es ante los
pares académicos, sino ante la experiencia que busca verse reflejada en ella.
De este modo, hacer la historia de los sectores populares no es solo tomarlos
como objeto, sino ubicarse desde una perspectiva de clase moldeada histórica y
culturalmente. Como sostiene Jean Chesneaux (1984: 162 y ss.), no se trata de
escribir sobre ellos, sino con ellos.
Guiones
La cuestión no es retórica, mientras nos perdemos en
estas disquisiciones, ellos, nuestro "objeto de estudio", se apropian
por su parte de los resultados de nuestro trabajo, que los contiene, y lo
incluyen en su propia historia, como hitos en un proceso que los precede y los
excede.
Un año antes de la salida del libro, algunos de los
trabajadores navales y sus familias inauguraron el Monte de los Navales, en el
Paseo de los Derechos Humanos, en Villa Lugano, y allí me dieron una sorpresa.
Antes de hincar en la tierra una silueta del barco que Carlito había recortado
en un hierro, con una leyenda grabada con soldadora que decía:
"Compañeros, hasta la victoria siempre", este tomó el micrófono, me
llamó al frente, y ante representantes de los organismos de derechos humanos y
otros familiares dijo:
Por su trabajo y el que está haciendo, quiero nombrarlo
compañero naval honorario, por lo que hace por nosotros, nos ha ayudado a
juntarnos.
Su gesto tenía un gran peso, si bien yo ya no
trabajaba en el archivo para el que inicialmente había recopilado los
testimonios, con esas palabras yo ya era "uno de ellos". Así, los
entrevistados para una recopilación de testimonios se habían "apropiado"
de ese trabajo académico y le daban un sentido propio.
Este no fue un episodio aislado. Unos meses después
de la salida del libro, en 2007, una de mis alumnas me contó que le había
llevado Los zapatos a un compañero de militancia suyo que estaba preso.
El resultado fue una carta en hoja de cuaderno que llegó a mis manos y que me
quema cada vez que la leo:
Federico Lorens permítame presentarme, yo soy José
Villalba un campesino expulsado por la miseria de Santiago del Estero a esta
gran ciudad, con la ilusión de un nuevo amanecer para sueños irrealizados. Pero
como a muchos trabajadores, también me golpeó la realidad de la violenta
injusticia patronal donde nos esclavizan doce o catorce horas y a gatas alcanza
para el puchero.
Hoy me encuentro preso por no resignarme a las
injusticias, culpable por hartarme y decir basta de tanto abuso, culpable por
luchar por un futuro para mis hijos y los de los cumpas. Seguramente a este
gobierno que no sabe de hambre, armarme una causa no le costó demasiado, cree
que así pueden callarnos. Qué equivocados están. Pero no es éste el motivo de
mi carta sino decirle que pude leer su libro, Los zapatos de Carlito, y
quería felicitarlo. Usted me ha sacado de aquí, mostrándome y haciendo vivir la
experiencia de los navales.
Yo no sé si usted ha tomado consciencia de la
herramienta que nos ha forjado a los trabajadores, con su libro que ya no lo
es, ya nos pertenece. Sus páginas vivas me dieron la fuerza, fortaleza y
convicción de que no estoy solo, que nuestra clase lucha, lucha y luchará
siempre hasta lograr su liberación.
Seguramente su libro no será recomendado como texto
de estudio de nuestra historia en las escuelas, ni llegará a ser un best
seller, pero será para nosotros los trabajadores la mejor herramienta de aprendizaje.
(Yo en particular la utilizaría como material de formación de unas cuantas
direcciones de izquierda). En su libro usted dice que le otorgaron el mejor
título que tenga, lo llamaron compañero, pues es así compañero, llévelo con
alto orgullo, ser compañero para nosotros tiene contenido, usted lo refleja en
su libro, los compás no se equivocan, sino, le hubieran dicho Fede, Lorenz o
profe pero no, lo llamamos compañero, es reconocido de nuestra clase. Como
usted dice compa que los zapatos de Carlito seguramente le van grande yo no sé
si es así, pero de lo que sí estoy seguro mi chango es de que está creciendo y
que seguramente vas a tener la misma talla. Todo depende de vos cumpa.
Bueno compañero espero le llegue mi humilde opinión,
continúe en la senda de nuestra clase.
Espero
poder charlar en otra oportunidad y en otra situación, seguramente se dará en
el tiempo.
Lo
saludo fraternalmente compañero Federico
José
Villalba Preso político Comisaría 1a de Moreno
El "Negro" Villalba, además, había reconocido
en la fotografía de la cubierta del libro a su hermano (que había participado
en la toma), con quien hacía décadas que no se veía. Pero lo importante es que
para este militante preso, había una cuestión muy clara: el libro ya no era mío
("su libro que ya no lo es, ya nos pertenece"), sino que pasaba a ser
una herramienta de un colectivo más amplio, de una clase. Uno de sus
integrantes, como antes Carlito, me elegía como parte de esta, a la que había
ingresado desde otro lugar ("le hubieran dicho Fede, Lorenz o profe pero
no, lo llamamos compañero, es reconocido de nuestra clase"), pero estaba
en el recorrido intelectual que yo hiciera, en mis decisiones, la posibilidad
de honrar esa distinción ("Como usted dice compa que los zapatos de Carlito
seguramente le van grande yo no sé si es así, pero de lo que sí estoy seguro mi
chango es de que está creciendo y que seguramente vas a tener la misma talla.
Todo depende de vos cumpa").
La letra pequeña y esforzada de la carta, el rostro
acalorado de Carlito enredándose con las palabras durante las entrevistas, son
también fotogramas de una película, evidencias de una idea en la que, más allá
de los recaudos y pruritos metodológicos del historiador, hombres y mujeres
atravesados por la Historia rompen la distinción analítica entre la historia
que se escribe y la historia que se hace, poniendo la primera al servicio de la
segunda, e incluyendo al historiador en ese proceso. No existen distinciones
entre una y otra Historia para Villalba. Preso, ha leído un libro escrito por
un historiador como la evidencia de que "nuestra clase lucha, lucha y
luchará siempre".
Voces
¿Qué hacer frente a estas situaciones?
Evidentemente, se trata de una nueva visita a la vieja pregunta acerca del
sentido de nuestro trabajo como historiadores. Tomar el desafío de responderla
implica, por lo menos, la necesidad de pensar los límites disciplinares, tanto
formales como conceptuales. La figura del historiador es cambiante en este
espacio de frontera, donde hay mestizajes de discursos, legitimidades y
validaciones. Traductor, intérprete, compañero, extranjero... Probablemente,
una alternancia de todos estos papeles. Mientras tanto, una pregunta emerge de
esos cambios de personaje: ¿cuál es la voz específica para los trabajadores,
para un tipo de experiencia histórica y social concretas?
Durante una entrevista abierta que hice a Carlito y
a Luis Benencio, uno de sus compañeros, las diferencias de percepción en
términos de clase aparecieron claramente marcadas en la intervención de uno de
los participantes en la actividad. Este inició una larga intervención muy
crítica a Montoneros y hacia su política, desde la idea de que esa organización
guerrillera había sido la responsable de la destrucción de numerosas
iniciativas subordinadas a esa experiencia político-militar. Asumía una mirada
dominante en muchas de las lecturas analíticas sobre la época: la experiencia
de la lucha armada había subordinado otros frentes a esa política guerrillera,
y a la vez, la consecuencia analítica era que aquellos años complejos y
riquísimos en diferentes tipos de organización social revolucionaria también
eran leídos a través del prisma que jerarquizaba la lucha armada.
Al finalizar su parlamento dijo:
¿Cómo evalúan ustedes qué
pasó cuando llegó Montoneros, estos protectores?
Quien le respondió fue Luis Benencio, Jaimito:
Yo me voy a remitir a un
punto. Porque en general hay una subestimación de nosotros los laburantes
que se da seguido. Digo, a mí me pasa seguido. Cuando me invitan a hablar, me dicen "Bueno pero ustedes
fueron, este, digamos captados por los Montoneros y después a partir de
ahí hicieron todo lo que quisieron"... Yo no me sentí jamás así... En el
caso nuestro no pasó nada de eso. ¿Por qué? Primero porque como les confesaba
recién, yo aprendí a pensar, también, no mucho, pero un poquito, y eso me posibilitó poder discernir qué era lo bueno y qué
era lo malo para mí. Lo que pasó concretamente con Montoneros teníamos una
ambivalencia ahí [...] Porque nosotros duramos tanto, y tuvimos tanta
fuerza, y pudimos hacer lo que hicimos no porque nosotros éramos valientes,
sino porque también había un miedo hacia
nosotros que si a nosotros nos pasaba algo iba a intervenir la organización.
Y lo segundo y que es lo central para mí [...] es que nosotros cuando se acerca la JTP y empezamos a transitar el camino,
nada fue fácil, fue todo una discusión muy, muy grande [...] Los que
sabíamos lo que había que hacer dentro de fábrica éramos nosotros. Digo, no nos
subestimen tanto, nosotros también sabemos
discernir entre lo bueno y lo malo (entrevista abierta a Luis Benencio y Carlos
Morelli, Cátedra Abierta, CePA, 7/10/2006).
Al responderle, Jaimito lo hizo desde otra
concepción de la experiencia histórica y de la política, más sencillamente,
desde otra historia vivida, y reivindicó la agencia de los actores que
en la pregunta aparecían sometidos a fuerzas y orientaciones políticas en gran
medida externas a sus voluntades.
Para el autor de la pregunta, los Montoneros eran
los protectores, es decir, los trabajadores eran los protegidos, los
guiados (erróneamente o no) o descuidados por la guerrilla. Pero para Jaimito,
"cuando se acercó la JTP empezaron las discusiones". En la brecha
entre ambas asunciones, vive la posibilidad de recuperar un lugar para la
experiencia de clase a la hora de pensar la confrontación social de los años
setenta y, específicamente, la de los trabajadores. ¿A dónde, a quiénes
"se acercó" la JTP?
¿Cómo puede un historiador dar cuenta de ellas? En
primer lugar, esforzándose por asumir la perspectiva de los seres humanos que
estudia, desnaturalizando las matrices conceptuales desde las que se aproxima
al período.
La casa a medio construir
En términos históricos, la extrapolación de lecturas
políticas, la exportación e instalación de formas de acción tuvo consecuencias
en ocasiones fatales sobre los protagonistas de esta historia. En otro
fotograma, veo ahora una pared de ladrillo a la vista, una casa a medio
construir, como millares de las que se levantaron en la periferia de las
grandes ciudades como fruto del esfuerzo de los trabajadores, migrantes
internos, de países limítrofes, actores todos de un mundo cultural construido
en la Argentina durante décadas.
Martín Toledo, delegado en astilleros Mestrina,
integrante de la misma agrupación que Carlito y Luis, está desaparecido. Era
chaqueño, hijo de un militar. Eligió otro destino para él y se mudó al Delta,
donde entró a trabajar en los astilleros y comenzó a militar políticamente.
Cuando el peligro para los militantes más conocidos aumentó, recibió la orden
de pasarse a la clandestinidad y dejar su casa. Se lo llevaron de una obra en
construcción, la nueva casa que se estaba construyendo. Martín se negaba
a mudarse ante instrucciones de sus responsables de la organización Montoneros.
Tampoco quería recibir una suma fija, ser un militante rentado, pues él se
consideraba un trabajador.
La respuesta de Toledo ante la amenaza represiva
surgió desde su experiencia de clase, desde una serie de valores y jerarquías
que lo llevaron a participar en el frente sindical de una organización armada.
Valores y jerarquías, cosmovisión obrera que no necesariamente tenía que
ver con lo que Montoneros asignaba -también desde su imaginario- a los obreros
que militaban en sus filas.
En la dramática historia de Martín, el desafío
político enunciado por una organización revolucionaria es respondido desde las
experiencias y expectativas de clase de un trabajador argentino de la década
del setenta. Toledo, desde su memoria histórica de obrero, abandonó su casa
construyéndose otra, en el mismo barrio, cerca de la que se había levantado
inicialmente cuando dejó su provincia, al igual que miles de argentinos.
Conocí a su hijo, también llamado Martín, el día de
la presentación de mi libro. A los pocos días me escribió:
Yo te cuento que estoy
terminando de leer el libro y por ahora me está ayudando a entender
e interpretar muchas cosas que si bien sabía pero la interpretación la ponía la persona que me lo contaba, no se si me
entendés, que cada uno cuenta la historia de acuerdo a cómo lo vivió o
de acuerdo a su ideología o interés en esos tiempos. Pero con tu libro me da la
posibilidad de ver (según mi criterio) los errores y aciertos que tenían en su
forma de lucha obrera y todo lo que eso acarreaba y es realmente como me decían
esa noche de la presentación, es para discutir bastante sobre el tema.
Mi libro, "que ya no era mío", me abría una
dimensión más, la posibilidad de que una hija se acercara a la historia de su
padre, y la de que Martín retomara desde otro lugar la lucha de este.
Anoche termine de leer el libro y hoy se lo paso a
mi hermana ya que se la nota interesada por leerlo, se ve que desde hace 2 años
se le dio por interiorizarse en este tema y para los 30 años del golpe me
acompañó a la marcha en el centro, cosa que me asombró y me encantó que se
venga ella y su hija mayor así como mi hija mayor también nos acompañó, para mí
fue algo muy especial ese día así como todos los 25 de septiembre, pero será
que tenía que ser así el tema, por eso digo que creo en la justicia de dios y
el será quien castigue a los responsables de tremenda locura en contra de gente
que solo aspiraba y luchaba (con aciertos y errores no?) para un país más
equitativo y justo para los que somos trabajadores y yo siempre digo que la
historia se tiene que volver a repetir, más en lo que yo me dedico que es ser
chofer de micros de larga distancia, por la explotación que existe de los
trabajadores, de la burocracia y patoterismo sindical actual, ya que si sos de
ciertos ideales te tratan de zurdo, tenés que seguir la línea que te dan ellos
y los compa que se la aguanten, este año armé una lista para delegado (se lleva
en la sangre esto) y la perdimos en la gral por 3 votos, y creemos que en el
gremio no somos de su gusto, nos miran como zurdos o con mentalidad guerrillera
como pusieron en un panfleto en obvia referencia a mí y mi historia, no? pero
lo bueno es que nos respetan bastante eh. Por eso te digo que 10 termos de mate
no van a alcanzar para contarte nuestra historia.
Correo
Recibí un larguísimo correo electrónico de un compañero
de estudios, Enrique, también profesor de Historia y militante durante los años
setenta:
Un buen ejemplo de lo que estoy diciendo es algo que
tal vez para muchos lectores de tu libro pase desapercibido, pero para mí que
tengo algunas vivencias de la época no se me ha escapado.
Me refiero a la inclusión de "factores
humanos" en la explicación. Concretamente a la dificultad que tenían los
tipos de hacer una vida distinta a la que habían hecho toda la vida, como por
ejemplo mudarse, tomar medidas de seguridad, son aspectos que pueden parecer
intrascendentes, pero no lo son. Yo tuve la suerte de tener dos amigos de Las
Flores (uno, desaparecido y otro por suerte en vida) que me alertaron
de las prácticas políticas que subordinaban todo a la "orga",
incluida los afectos, y la vida misma y que ahí estaba el germen del fracaso y
también del delirio, porque eso era incompatible con una política de masas o
sea popular. No se podía mandar militantes a Córdoba o cualquier lado, porque
la orga lo necesite, porque si vos tenés la pretensión que tu política fuera
asumida por el conjunto, es decir que sea popular, tiene que estar pensada para
que todos la puedan llevar adelante, y "todos" significa pensar en un
tipo que labura y que tiene dos o tres hijos. Y si esa persona no puede
llevarla adelante, la propuesta tiene una falla de origen si tiene la elevada
pretensión de ser popular.
Los "factores humanos" que rescata Enrique son
sentimientos y pasiones que orientaron acciones políticas y decisiones de seres
humanos de carne y hueso, en el caso que yo estudié, trabajadores. Me decía más
adelante:
Por último encontré que el
relato tiene un lenguaje acorde a la historia narrada. No es que uno se imagine
"masas obreras" leyendo libros de historia, lo que sí obligaría a un esfuerzo de los historiadores, sino porque en
este caso particular, seguramente a vos mismo, te hubiera resultado
insoportable que los protagonistas sobrevivientes de la historia no
hubieran podido leer su propia historia.
La película por hacer
Este texto es un recorrido provisorio e incompleto por la
historia de una investigación. Fotografías sueltas, caídas de alguna valija en
una huida precipitada o salvadas del naufragio, ofrecen sin embargo un sentido
cuando las pensamos en términos de reapropiación social de la Historia y de
reparación. Las preguntas del historiador pueden construir lazos que exceden la
elaboración de una argumentación de acuerdo a las reglas del arte acerca de un
proceso histórico determinado. Cuando de la historia reciente se trata, se
producen lazos con y entre las personas; el historiador contribuye a tejer una
trama en la que no queda atrapado, sino de la que es parte, conscientemente, o
lo hacen parte, pues en este tramado los hilos se cruzan, se trenzan, y
entonces el resultado es un hilo diferente.
Se trata, en una pequeñísima escala, del fenómeno
contrario a la represión dictatorial. Hilos invisibles e impensados adensan un
tejido muy dañado por años de represión y silenciamiento. El desafío es no sobredimensionar
los efectos de nuestro trabajo, sino colocarlos en su justo lugar, como parte
de un proceso colectivo en el que otros hombres y mujeres actúan sus propias
historias, independientemente de que escribamos o no sobre ellas.
Esto, por supuesto, tiene consecuencias para el ego
de muchos investigadores, en la construcción colectiva y popular de un relato
histórico, los historiadores aportan un saber específico pero no son las únicas
voces autorizadas para hablar sobre el pasado. Dos caminos se abren frente a
esto, en primer lugar, el refugio en la disciplina, y la erección de barreras
formales que aíslen la "contaminación" que otras formas de contar la
Historia producen. En segundo término, la posibilidad de tomar este hecho de la
realidad como un desafío para explorar diferentes concepciones en torno a la
idea de la escritura de la Historia que orienten nuestro trabajo.
Si nos inclinamos por la segunda posibilidad, el
fotograma del historiador sentado frente a sus papeles, su pantalla y sus
grabaciones será uno más en una película más amplia. Y, como en la escena final
de Cinema Paradiso, el premio será, por fin, una historia realizada por
estar en rodaje, las ausencias respondidas y cubiertas; vueltas a la vida como
los fragmentos censurados. Una película con las escenas hasta ahora no vistas,
silenciadas, ocultadas, por fin en acción, con vida y en movimiento, ya no
imágenes congeladas en el dolor, el silencio y la frustración.
La escritura de la historia, de este modo, encarna
la posibilidad de la imaginación del futuro. Organiza el pasado en un relato de
luchas dentro de las que aún los dolores más inverosímiles y crueles adquieren
un sentido. No como una justificación, sino como la explicación necesaria para
elaborar nuevas formas de lucha y organización. La intervención del
historiador, en consecuencia, no es el mero ejercicio intelectual que vuelve
inteligible el pasado, sino el mecanismo mediante el cual las experiencias de
lucha son apropiadas de un modo crítico que permite instalar un nuevo horizonte
emancipatorio, el anuncio de que la esperanza nueva y vieja a la vez continúa
viva allí donde parecía no quedar nada más que el recuerdo del dolor.
Referencias bibliográficas
Bauman, Zygmunt (2005): Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias,
Buenos
Aires, Paidós.
Chesneaux, Jean (1984): ¿Hacemos
tabla rasa del pasado? A propósito de la Historia y de los historiadores, Buenos
Aires, Siglo XXI.
Lorenz, Federico (2007): Los zapatos de Carlito.
Una historia de los trabajadores navales de
Tigre en la década del setenta, Buenos Aires, Norma.
(Tomado de Marisa González de Oleaga y
Ernesto Bohoslavsky (compiladores):
El
hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América Latina. Buenos Aires, Paidós, 2009, pp. 287-300.)