El verde se impone sobre esta franja de territorio, surcado por serpientes oscuras que reflejan la tierra de la que surgen. En medio del verde hay heridas, aun pequeñas, que casi se sienten en la piel; la presencia irremediable de sierras que talan, que convierten el verde en barro y polvo (la memoria en sangre), que llevan veneno al interior de las serpientes milenarias. Pero eso lo descubro luego, ahora apenas cabe en mis ojos una mínima parte de la maravilla que presiente mi ser más remoto. Suenan en mi vientre tambores universales que, innombrables, sorprenden al tiempo para exigirle cuentas de sus errores. Mi existencia entre ellos. Me invade la sensación de deber, de no pertenecerme, de ser una parte minúscula y determinante de lo inabarcable, que no es dios, que es un misterio que se atisba en el amor, en la sensación cálida de inmensas sonrisas.
Una herida profunda y supurante es mi nuevo habitáculo, el terreno en que me escondo y defiendo de lo verde. Tomo partido por el concreto en su lucha contra la madera, vengo dirigida por años de saqueo, soy una ficha más que mueve la herida en su interés de expandirse, de devorarlo todo. Necesito años y años, tal vez toda la experiencia de las pieles arrugadas que encuentro, para lograr cambiar de bando. En esta guerra la victoria de mi bando es mi muerte más lenta y dolorosa. Amo y admiro las miradas desconfiadas de los que aun pueden cambiar el rumbo, de quienes pueden convertirse en la fuerza curadora de esta inmensa enfermedad terminal. Se clavan en mi carne viva las espinas de sonrisas y miradas amables, como rosas en el jardín deseado y prohibido. Me exigen una alegría que mi alma no quiere sentir, me exigen que olvide mi infinita carga y me permita vivir sin pretensiones cristianas de salvación, me latigan con su afilada seda de humildad y fortaleza.
En mi centro estalla la felicidad, que me deja una sonrisa como marca indeleble de mi más complejo ser. Esta sensación, tan nueva y brillante, deslumbra mi mirada fría de páramos y nubes lejanas, que ya olvidaron su ancestral deber, que luchan apenas con lluvias grises que ni espantan las hojas domesticadas de arboles huérfanos. Me reencuentro al chocar con esto que desconozco. Los míos me recogen, me impiden el primer contacto con el sol y el sudor, dejan extendidas las manos que me acogían desde otros rumbos. Me prometo que esos serán mis verdaderos caminos, que voy a destruir en mi interior lo que me impida acercarme a ellos, a la piel de madera, oro y agua.
miércoles, 3 de junio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario