El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por
los caminos del reino de Han. Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía
durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las
libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y
no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser
adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de
arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y
despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de
un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda, como si llevara
encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno
de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de
verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un
anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era
cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le
había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en
una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia,
cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos,
de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su
padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la
felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad
en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un
junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas.
Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de
morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de
su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas
cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a
un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege.
Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a
bailarinas y acróbatas.
Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a
Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera
pintar con realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como
si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El
alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella
noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos
colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que
reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas
calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por
los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino
esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió
la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que
Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo
a las tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía
ni dinero ni morada, le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el
camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados
destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su
casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que
se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de un
arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una
mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el
andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror
que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo
que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó
respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una
princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo
bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no
era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando
el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo
bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo
el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las
nubes de poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte.
Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su
rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de
verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las
puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas
con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las
beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última
vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos.
Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación
que se olvidó de verter unas lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos,
sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de
tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se
marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado
de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de
belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los
caminos del reino de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de
los castillos fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian
los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el
poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía
a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián,
y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes
honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se
alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su
alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración. Ling mendigaba
la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle
masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo,
salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de
juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al
suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada
edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando
Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo
humildemente. Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad
imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El
anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle
calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado
aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de la
posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando
proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día
anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en
duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a
vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se
filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus
cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en sus hombros, y, de repente,
los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de
Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el
color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados,
tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de
aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las
preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus
manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que
era para él una manera más tierna de llorar. Llegaron a la puerta del palacio
imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de
crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas
o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo
masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las
puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su
disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio
de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza
sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban
debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados.
Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un
torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los
soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se
hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono. Era una sala desprovista de
paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín
al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban
sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares.
Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste
se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban
sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto
y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el
jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los
perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera
permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador. El Maestro Celeste se
hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de
un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el
invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero
impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que
los astros o y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los
Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como
sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger
la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de
hablar siempre en voz baja.
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, posternándose—, soy viejo,
soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú
tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he
hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
— ¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo
Wang-Fô? —dijo el Emperador. Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar.
Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en
glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan
largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho
del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la
muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento, apenas había
pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los
granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del
muelle en las que disputan los estibadores.
— ¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô?
—prosiguió el Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo
escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en
nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus
culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi
padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida
de palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben
ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar
los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang- Fô, ya que habían
dispuesto una gran soledad a mí alrededor para permitirme crecer. Con objeto de
evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las
agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta,
por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los
pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos
posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban
con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba cuando
no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las
noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de
memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda,
soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo
con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano
surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen
los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para
ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste
creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan
azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro; que
las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas
que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que
los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las
fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis
años, vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del
palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos.
Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había
previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de
mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo
es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la
sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus
cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los
arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta
que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me
da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un
amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato,
borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso
de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la
pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil
Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas
cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos
que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte,
a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho
desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de
donde no vas a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos,
Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos
son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón
de tu imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo
Wang-Fô? Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón
un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron.
El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte
amar. Matad a ese perro. Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase
el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de
Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores
se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha
escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus
lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros,
con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya
que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir.
Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras,
una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los
ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa
a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una
esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra no es
más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado
en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que
perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron
olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto
del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques
las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta
suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda
de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito
penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus
ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de
los sentidos humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a
realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces
serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus
esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es
una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien
tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar
tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que
va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos
trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la
imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel
apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura de alma a
la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en
la época en que la había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante
las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco
se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió
uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el
mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies,
desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó
de menos a su discípulo Ling. Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de
una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas
pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El
pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto
en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua. La frágil
embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el
primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de
repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue
acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban,
inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro
al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero
del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por
la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a
nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido
oírse caer las lágrimas. Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de
diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había
tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados.
Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fô le dijo dulcemente,
mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría
yo morir? Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba
en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta.
Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como
serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos
desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante
agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No temas nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se
hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan
sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas
gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió: —La
mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo
sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor. Wang-Fô cogió el timón y
Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó de nuevo toda
la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua
iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que
volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en
las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban
secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su
manto. El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja.
Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras
ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se
distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía
verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento. La
pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia.
El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de
los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una
mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó,
desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca
que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado;
borróse el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo
Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa
de inventar.
1 comentario:
Los primeros hombres creados y formados se llamaron el Brujo de la Risa Fatal, el Brujo de la Noche, el Descuidado y el Brujo Negro... Estaban dotados de inteligencia y consiguieron saber todo lo que hay en el mundo. Cuando miraban, veían al instante todo lo que estaba a su alrededor, y contemplaban sucesivamente el arco del cielo y el rostro redondo de la tierra...
Entonces el Creador dijo: Lo saben ya todo...
¿qué vamos a hacer con ellos? Que su vista alcance sólo a lo que está cerca de ellos, que sólo puedan ver una pequeña parte del rostro de la tierra... No son por su naturaleza simples criaturas producto de nuestras manos? ¿Tienen que ser también dioses?
El Popol Vuh de los mayas quiché.
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